Sunday, February 17, 2008

Imperfecto (apuntes sobre mis visitas obligadas a Puerto Madero)



Durante estos dos meses de verano ardiente tuve que visitar, de forma obligada, el barrio de Puerto Madero. Trabajo actualmente haciendo trámites para un estudio contable y algunas veces me toca ir al barrio de los diques y rascacielos, creado en la época del presidente justicialista Carlos Saúl Menem. He entrado en oficinas ultramodernas, sobre todo para mi ojo suburbano, y he caminado cuadras y cuadras bajo un sol abrasador entre restaurantes de visitantes ricos y empleados provenientes de la clase trabajadora argentina.

Lo primero que experimento ante este fastuoso emprendimiento inmobiliario, es una sensación total de extrañeza: siempre sé que al final de cuentas, después de cumplir mis obligaciones laborales entre gente acomodada, voy a volver a subir a un tren servicio diesel que se dirige hacia Bosques y se llena de gente, gente de la clase social a la que yo pertenezco (clase media media) y de extractos más bajos (clase media baja, clase baja). Es decir, ya desde un principio sé que ese ¿barrio?[1] es un escupitajo en la cara de los más de dos tercios de población (y un poco más). Es un insulto y un claro ejemplo de cómo vivimos en América Latina, África y Asia. Es el paradigma de la desigualdad, de la inequidad en la distribución de la riqueza, de la desvergüenza y la fastuosidad. Es un crimen público.

Puerto Madero es la perfección, al menos eso simula. En este sector urbano-fluvial sucede algo parecido a las contradicciones expresadas en el Personal Fest (ver Personal Fest , Las grietas y el consumo). Sólo hace falta observar los restaurantes de pocos elementos en su decoración, de líneas no rígidas (tan flexibles como las relaciones laborales de sus interiores o de los flujos financieros de los bancos internacionales que lo habitan) de sensación “chill out” constante. Nada más alejado del ajetreo diario de nuestro país en crisis o quizás en decadencia, donde se da un constante enfrentamiento de clases, claramente expuesto en estos diques de riqueza.

La perfección habita en su núcleo, en comederos y en oficinas. Pero si caminamos un poco por los bordes, podemos oler fétidas aguas del río contaminado y de desagües misteriosos que circundan las calles, entre autos y volquetes. Y con estos últimos viene otro desgarramiento en la trama perfecta: las construcciones en proceso. La incesante apuesta financiero-inmobiliaria origina un fenómeno de construcción constante que hace a un transeúnte caminar por la calle, no por las inhabilitadas veredas, y esquivar grúas, carteles de “peligro” y materiales de concreto.

Evindentemente, Puerto Madero está emplazado en un país pobre, el nuestro, Argentina, y sino basta con ver los cruces, el “cross road” de clases: albañiles, empleados gastronómicos, cadetes (como yo), recepcionistas, entremezclados con nuevos ricos y prolíficos empresarios, en su mayoría jóvenes “exitosos” imbuidos en el mundo financiero. Lamentablemente, los primeros tenemos que caminar cuadras y cuadras por el “barrio”, porque no existen colectivos que entren a las callecitas, y los últimos llegan en sus autos caros e importados. Quizás el proyecto de este pedazo de tierra ganada al río sea precisamente ese, el de la inaccesibilidad. Algo similar a lo que sucede con el MALBA o lo que expresó alguna vez Juan José Sebrelli sobre el Barrio Norte. Quizás sea eso, un recinto más que resguardado, un tipo de castillo moderno hecho para que no accedan los siervos.



[1] Si nos remitimos a la versión clásica de barrio, con sus lazos de comunidad, solidaridas y conocimiento mutuo quizás tenemos que borrar la categoría al usarla en el alienado sector más rico de la Capital.